Entre mis
recuerdos infantiles figuran las historias que me contaba mi abuelo en aquella
vieja bodega donde telarañas y moho campaban a sus anchas.
A pesar de
mi desasosiego yo iba a ver a mi abuelo a aquella vieja casona, situada en el
casco viejo, en una pequeña calle estrecha y sin apenas luz del día. Al abrir
los portones, del interior de la casa salía un olor característico mezcla de
vejez, polvo y humedad; que iba acrecentándose conforme bajaba por la estrecha
escalera a la bodega cuatro metros bajo tierra.
A esos
olores se le añadían los de la fermentación del vino, ahora lo reconozco y sé
de dónde venía aquel olor, pero en aquellos años de mi niñez ese olor hacía
volar mi imaginación y sentía que conforme bajaba más y más hondo bajo la
tierra el olor se hacía más putrefacto. Tenía el temor de que entre los huecos
y recovecos de la bodega podían salir huesos de restos humanos, como en las
historias que contaba mi abuelo.
A pesar de
mis temores existía una especie de imán que me atraía a esa bodega, al interior
de esas profundidades que se asemejaban a un laberinto, fruto de la conexión de
bodegas entre las casas vecinas y los viejos subterráneos medievales.
Esa
atracción la ejercía la bodega y sobre todo las historias que mi abuelo me
contaba. La que más me impacto en aquellos años y que aún recuerdo como una
pesadilla era la de la desaparición de Lías. Mi abuelo me la contaba como real
y ocurrida en los años de gran producción de vino de la ciudad, cuando los
bodegueros franceses comenzaron a llegar a estas tierras a causa de la plaga de
filoxera en su país.
Lías era la
hija de D. Simón, rico hacendado y exportador de vinos, mala gente para el
trato en los negocios y peor patrón.
Tras unas
prosperas vendimias y buenas previsiones de beneficios los trabajadores de D.
Simón se enfrentaron a él por los pagos de salarios. Estos veían como el patrón
ganaba más que ningún otro bodeguero y a cambio era el peor pagador de todos
ellos.
Entre los
trabajadores Antonio era el más joven, con reaños y el primero en enfrentarse a
D. Simón, le amenazó con hacerle daño donde más podía dolerle.
A los pocos
días Lías desapareció y todo el pueblo acusó a Antonio del hecho, el cual
también desapareció.
Los vecinos
conjeturaban con la desaparición de Lías y Antonio. Había quienes pensaban que
D. Simón tenía retenido al joven Antonio en una de sus bodegas, oculto a la
vista de todos y silenciados sus lamentos por la profundidad de su encierro.
Allí abajo lo maltrataba y torturaba intentando obtener respuestas a la
desaparición de su hija.
Por el
pueblo comenzó a extenderse el rumor de que en esos interrogatorios lo sumergía
atado en las grandes tinajas llenas de vino, donde el pobre muchacho tragaba y
tragaba. Cuando lo sacaba apenas podía respirar y vomitaba tanto el vino como
sus propias entrañas.
También decían
las malas lenguas que en sus bodegas D. Simón guardaba viejos aparatos de
tortura con los que aplastaba las manos y pies del pobre Antonio o le arrancaba
las uñas con tenazas.
Poco a poco
esos rumores de tormentos fueron dando paso al asesinato y a diferentes
versiones de ello. Una decía que el cuerpo había sido emparedado entre piedras,
barro y cal. Pero la que yo más temía era aquella que contaba que el cuerpo
estaba pudriéndose en una tinaja llena de vino, en aquella parte de la bodega
donde D. Simón no dejaba entrar a nadie, donde él pasaba muchas horas
elaborando los viejos y grandes vinos que exportaba a México. Los bodegueros
decían que la descomposición del cuerpo junto a la sangre y los huesos daban
más consistencia al vino y lo clarificaba. Yo no podía ni quería creerlo, pero
lo cierto es que no probaba ni una gota del vino que mi abuelo hacía en
aquellas tinajas; odiaba las “sopanvino” y aquellos bocadillos que comía mi
abuela de vino con azúcar espolvoreado.
Si la
historia fue real o no nunca nadie lo supo, nunca se descubrió nada acerca de
las desapariciones de los dos jóvenes. Sí alimento muchas otras historias y
fantasías populares, recogidas en leyendas y alguna copla. Y también sirvió para
que generación tras generación de mozos nos envalentonásemos a recorrer
aquellos pasadizos ahora olvidados y casi ruinosos donde nos adentrábamos con
nerviosismo, miedo a lo desconocido y con un gran afán de aventura.
Fotografías José Rafael Ponce y Asociación Cultural Serratilla.
Fotografías José Rafael Ponce y Asociación Cultural Serratilla.
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